Cuando los inmigrantes ilegales eran otros

Adriana Ochoa Arévalo
4 min readApr 20, 2023

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Abundaban tantos campesinos honrados como criminales autores de los delitos más variopintos. El barco estaba hasta arriba de armas que entendían que serían confiscadas por la policía al llegar, pero poco importaba. Se sabía entonces y se sabe ahora que el hambre, la desesperación y la persecución no le tienen miedo al océano — ni a los muros, ni a las vallas.

Era sábado en la noche cuando una embarcación rojigualda alumbró en el mar a unas cuantas falúas hasta arriba de inmigrantes en potencia.

– Deténganse en nombre de España.
– ¡Que se detenga tu madre!

El intercambio entre el Guardia Civil y uno de los migrantes fue fugaz. Ganaron las canoas y se perdieron en el horizonte dejando atrás Las Palmas de Gran Canaria.

Eran 106 que, si ya parecían hacinados en las pequeñas embarcaciones, lo estarían aún más al llegar a su próxima escala. Habían pagado 4000 pesetas para tener el privilegio de montarse en La Elvira, un barco que los esperaba en Fuerteventura y que tenía ya 90 años al servicio de la pesca en las costas de África. Ese Sábado de Gloria de 1949, la nave centenaria aprovecharía los vientos alisios como Colón y los llevaría a todos a la octava isla. La dictadura era joven (y el proceso migratorio también), pero los rumores parecían ciertos. En Venezuela el bolívar era paritario al dólar, el trabajo era abundante y los problemas escasos.

Odisea trasatlántica

Entre los pasajeros no solo había canarios. También había cubanos hijos de isleños, peninsulares de Madrid, Galicia, Asturias, Navarra y Andalucía, un perseguido vasco, una española nacida en Francia y otro nacido en Filadelfia. La peculiar mezcla no solo impactaba a nivel de regionalismos sino también de calidad humana. Abundaban tantos campesinos honrados como criminales autores de los delitos más variopintos. El barco estaba hasta arriba de armas que entendían que serían confiscadas por la policía al llegar, pero poco importaba. Se sabía entonces y se sabe ahora que el hambre, la desesperación y la persecución no le tienen miedo al océano — ni a los muros, ni a las vallas.

La Elvira hedía. Fueron 36 días de odisea putrefacta en la que los españoles defecaron detrás de tablas, vomitaron unos sobre otros y comieron gofio con gusanos. El ácido humano hizo harapos la ropa y con ella improvisaron así una bandera española que colgaron en el mástil. Atracaron en la costa de Carúpano, al oriente de Venezuela, famélicos y con el timón roto el 22 de mayo. Poco sirvieron las advertencias de algunos sobre los frutos perfumados y desconocidos que allí encontraron, pero les ganó el hambre. Hoy sabemos que de venenosos tenían poco y que los mangos han llegado a Europa cotizados a precio de oro.

Los inmigrantes fueron detenidos, obligados a hacer cuarentena por miedo a enfermedades europeas — que no chinas- y enviados a trabajar a una plantación de caña de azúcar. Años después el capitán encontraría el barco que le fue confiscado anclado en una zona de Puerto Cabello, al norte de Venezuela. La Elvira estaba destrozada y lo único reconocible era la tela bicolor que izaron las mujeres esa primavera del 49.

Vigente

Ese día, en la primera página del diario venezolano Agencia Comercial, se recogió la detención de este centenar de «sin papeles» en las costas venezolanas. Décadas después en el año 2000, y en un intento de reflexión histórica, el Gobierno Canario convirtió esa portada en miles de carteles para concienciar acerca de la inmigración. Ahora me he tomado el atrevimiento de recordarla en un contexto de tanto odio hacia el inmigrante.

El cartel de los «MENAS» con el que forraba Vox la estación de Sol en Madrid puede denotar cinismo y poco atino económico. Sin embargo, bajo ningún contexto se debe tomar como un pensamiento aislado e impopular. El sentido común ya no es tan común y el lenguaje que hemos adquirido para referirnos a la inmigración ha alcanzado niveles absurdos de bajeza intelectual. Sorprendente es que el discurso haya calado tanto en España, un pueblo que ya debería saber que la vida es un viaje de ida y vuelta.

Personas, no cifras, mueren intentando llegar al territorio todas las semanas con la libertad por brújula. Algunos le dicen el efecto llamada y lo utilizan como un término insignia de naturaleza novedosa que han descubierto por ser eruditos del pensamiento complejo. Algo más acertado será preguntarle a los isleños que iban de pueblo en pueblo por Gran Canaria cantando promesas y asegurando fortunas. Algo sabrán ellos de vender sueños. Sueños por solo 4.000 pesetas.

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Adriana Ochoa Arévalo

Journalist/storyteller. Sometimes an opinioner, but never opinionated. Posts in English and Español.